lunes, 18 de abril de 2011

El Tren 3

CONTINUACIÓN...


La historia comenzó aquí y siguió aquí.



Tras unos instantes me repuse de aquello que me había ocurrido. Aquella posesión que me había hecho moverme como el personaje de la historia que estaba leyendo. Incluso estaba sudando. Me repuse, me reí de mi mismo y seguí con la lectura. El ritmo narrativo era cada vez más trepidante y atrapante. El joven protagonista de la aventura vio como todas las luces que habían ido guiándole en el camino, todas las ráfagas de luz de las lamparillas de los duendes, se iban apagando dejando el camino completamente a oscuras. En aquella quietud y oscuridad, en un mundo en el que no había más que olores y sonidos, el chico sentía un miedo atroz que iba siendo mayor con cada ruido. Se oían elementos propios del bosque, además de otros sonidos algo más preocupantes. Rechinar de dientes. Pisadas rápidas. Ráfagas de viento. Todo aquello sobresaltaba al muchacho que se aferraba fuertemente al lomo de su transporte. Su transporte, ese reptil enorme, siguió su camino. El chico sentía una fuerte presión en el pecho. Necesitaba llegar al poblado al que se dirigía. Si el animal que lo llevaba decidiese quedarse parado o si algo lo hiciese pararse para siempre, no sabría seguir el camino.


La siguiente parada fue Maçanet-Massanes. Varias columnas de hormigón daban la bienvenida a la estación. Eran parte de la adaptación de la estación a la llegada del AVE. A pesar del desconcierto que me produjo el episodio dentro de la novela, me encontraba bastante tranquilo y relajado. El vaivén del tren siempre me había proporcionado un estado de ensoñación muy placentero, casi narcótico. Una de las jóvenes japonesas se descalzó y se masajeó el pie con expresión de cansancio.


El tren paró en otra estación. El silencio entró como un pasajero más y se fue apoderando poco a poco de todos los rincones del vagón. El pasar de páginas que acompañaba mi lectura se hizo, de pronto, demasiado evidente. El sonido se volvió estridente. El silencio y la oscuridad se hicieron dueños absolutos de la estancia. Fui cayendo, irremediablemente, en un sueño profundo y dulce, inocente. Parpadeé de manera pausada y al abrir los ojos ya no estaba allí.


No tuve miedo, sino que un sentimiento de aceptación de lo sucedido creció en mi.


Cuando abrí los ojos encontré frente a mí a tres criaturas de baja estatura. Se trataba de los duendecillos que se describían en la historia. Otra vez mi mente había viajado hasta aquel mundo imaginario. Más que sorpresa o temor, sentí aturdimiento. Como si el viaje, ya hubiese sido físico o mental, hubiera dejado una huella en mi cuerpo, así como un largo viaje en avión o una larga travesía a pie.


CONTINUARÁ...

Ella

Era una niña cuando vio como aquel joven se subía al autobús. Le llamaron la atención sus profundos y serios ojos verdes. El joven vestía unos vaqueros ajustados y una camiseta con cuello en pico que insinuaba la fortaleza de su torso. Ella no lo sabía en aquel momento, pero acababa de descubrir - o lo había hecho su inconsciente - el que sería su prototipo de hombre. El hombre que buscaría entre las sombras de algunos bares, en la cafetería de la facultad, al que sonreiría al pasar por su lado, al que dedicaría miradas furtivas en clase. Ahora se encontraba sentada junto a uno de esos hombres. Ya no recordaba lo que sintió en el autobús aquel día siendo una niña. Sólo quedaba una ligera turbación, casi imperceptible, que la empujaba a quedarse allí, a su lado, en aquel bar. Algo que la obligaba a sonreír de una manera algo tonta, desordenada. Buscaba algo que no sabía exactamente qué era, pero que sabía con total certeza que lo encontraría en aquellos ojos, en los finos labios que quería besar, en los ajustados vaqueros que vestía.

jueves, 14 de abril de 2011

Ambulatorio

Había mucho espacio. Decidió aparcar el coche sin entrar marcha atrás, sino subiendo una rueda al bordillo, encarando la bajada para dejarlo pegado a la acera. Salió del coche, orgulloso, rodeándolo, observando lo que para él era una obra maestra del aparcamiento. Cerró el coche apretando el botón de la llave y comprobó que la puerta estaba cerrada. Se alejó unos pasos, aún con la llave en la mano, hasta que estuvo lo suficientemente lejos, según su parecer, para poder guardar la llave en el bolsillo sin miedo a que se pudiese presionar el botón accidentalmente y el coche quedase abierto. Se giró para comprobar la ubicación del coche y que, efectivamente, el botón no había sido presionado sin querer. Caminó con paso seguro y decidido hacia el ambulatorio. El sol le obligaba a entornar los ojos ligeramente, haciéndole fruncir el ceño, gesto que pensaba que le confería una mirada interesante y profunda. La puerta principal del ambulatorio se abrió automáticamente a su paso, rompiendo su figura en dos mitades y haciéndole desaparecer del reflejo. La estancia, oscura, hizo que tuvieran que pasar unos segundos hasta acostumbrarse a la penumbra. En apenas un minuto, dejó de parecerle un sitio oscuro, ya acostumbrado al tipo de luz mortecina de los fluorescentes.


Tras preguntar en recepción adónde debía dirigirse, subió las escaleras a pie. Leyó “haz salud, sube andando” en uno de los primeros escalones. No pudo evitar soltar una risita burlona pensando en las personas mayores que leerían ese mensaje con impotencia. Un mensaje supuestamente positivo se volvería casi un insulto. En la sala de espera encontró una veintena de personas. Tras hacerse notar enarcando las cejas pidió la vez. Tras fijarse en la camisa naranja del hombre que, hasta su llegada, era el último, se sentó, sabiendo que la espera podía ser bastante larga. Observó que uno de los bancos de madera, que estaban dispuestos en fila para acomodar a los pacientes que esperaban, estaba agrietado y una lámina de madera de un palmo de ancho había sido arrancada. Se preguntó cómo era posible que en unas instalaciones para gente enferma alguien llegara a resquebrajar así uno de los asientos. Imaginó posibles respuestas, pero ninguna le pareció lo bastante plausible. Al llegar su turno, se levantó, sabiéndose observado, llevándose las manos a los bolsillos para comprobar que aún llevaba todas sus pertenencias: llave del coche en el bolsillo derecho, llaves de casa en el izquierdo, billetera en el bolsillo trasero. Intercambió unas cuantas frases puramente explicativas con el doctor, que apenas alzó la mirada del ordenador. Finalmente, le hizo pasar a una sala adjunta, donde una enfermera le vendaría la muñeca. Las manos de la enfermera, aún con los guantes, le transmitieron un calor manso y tranquilizador. Le llamó la atención que a través de unos guantes estériles se pudiera filtrar el hálito de vida de aquella chica. Se sintió aliviado, pues era el primer momento en todo el día en que sentía que el contacto con una persona pasaba de lo superficial y entraba en el ámbito de lo íntimo. Trató su herida con sumo cuidado. Acarició suavemente desde su muñeca hasta el codo. Alzó su mirada y le dijo: «¿Te hago daño?». «No», contestó él sorprendido.


Al salir de la consulta no encontró a nadie en la sala de espera. Todo el mundo se había esfumado. Una corriente de aire correteaba por los pasillos haciendo caer algún que otro papel de los corchos informativos. Fantaseó con la idea de estar viviendo en un mundo post apocalíptico durante un invierno nuclear o tras un brote zombie. Es a lo que le recordaban los hospitales y ambulatorios vacíos. Mientras se encaminaba hacia la salida, seguía pensando en ello: imaginaba un zombie saliendo de alguna consulta, vestido con bata blanca y con el estetoscopio aún rodeándole el cuello, con paso torpe pero decidido. En cuanto cruzó la puerta de salida, volvió a reinar el sonido de conversaciones lejanas y el ajetreo de la ciudad. Todo volvió a la normalidad y atrás quedó el vacío del ambulatorio. El sol le volvió a obligar a fruncir el ceño, pero esta vez no le pareció dignificante, sino más bien molesto. Llegó al lugar donde había dejado aparcado el coche para descubrir que ya no seguía allí. Miró a un lado y a otro para comprobar que no se había equivocado de calle o de lugar. Ninguna señal parecía indicar que el coche estaba mal estacionado y que alguna grúa municipal se lo hubiese llevado, así que presumió que se lo habían robado. Se sentó en la acera. Su frente, perlada de sudor por el calor, brillaba. Notó las axilas húmedas y una gota de sudor le recorrió el pecho hacia el estómago. Se sentía exhausto. Miró su reloj, no tanto para saber qué hora era, sino más bien como un gesto automático, algo desesperado, en busca de algún tipo de respuesta a lo que le había ocurrido. Por supuesto, no la encontró.